EL TREN DE LAS 4:50.

Voy en un AVE con destino Madrid. La primera parte del trayecto es estupenda. Leo, escucho música, me quedo dormida… Síntomas manifiestos de que me encuentro en un estado de bienestar. Sé que en cuanto llegue a Madrid se me acabó el reposo, así que disfruto de esta calma como si fuese un regalo.

Todo empieza a desmoronarse al llegar a la primera parada.

Una señora me despierta de mi letargo para decirme —de malas formas— que qué hago sentada en su asiento, a la vez que casi me estampa la pantalla de su móvil en la cara, para que vea el número de su asiento. Señora, en su billete pone Coche 7, estamos en el 8, le digo. La señora se va muy digna. Ni media disculpa. 

Esta parada es muy concurrida y el vagón se empieza a llenar. Aparece por el pasillo una chica con un bebé colgado de una mochila portabebés, que me recuerda a un canguro; detrás de ella está su marido con las maletas y decide colocarlas encima de mi asiento. OK. 

Ya llevamos bastante más tiempo del programado parados, tendríamos que habernos puesto en marcha hace quince minutos, pero aquí seguimos. Los pasajeros miramos con impaciencia nuestros relojes. Dicen que el tren solo pasa una vez, pero si sus paradas son tan largas, quién lo pierda es porque quiere dejarlo pasar. Yo lo dejo pasar bastante a menudo (en sentido figurado) y para una vez que no lo hago y decido subirme a ese tren (en sentido literal), me tienen esperando sentada un buen rato. La vida.

El chico que está detrás de mí hace una llamada: Amor, estamos parados… Llegaré un poco más tarde, pero no te preocupes que tú y yo hoy nos vemos”. El chico es todo dulzura, amor y ternura con su interlocutora; hasta que cuelga. En ese momento, la tierna ranita saca a la bestia que lleva dentro y se convierte en un dragón que empieza a lanzar fuego por su boca, gritando al aire: ¿¡Pero qué c*** pasa!? ¿¡Por qué este p*** tren no arranca?! Temo que lo que el dragón ese señor arranque sea mi cabeza, que la tiene bastante a mano.

Alertado por el fuego griterío, se acerca el revisor que me mira (mi expresión de pánico y aberración es evidente) y le dice al dragón al no-tan-dulce chico, que hay un problema con unas maletas, pero que ya salimos.

Una vez en marcha, con el vagón lleno y un calor asfixiante, la chica que está a mi lado considera que es hora de merendar. A mí me parece muy bien que la gente meriende; mi compañera de asiento abre su mochila, saca un paquete de palomitas de mantequilla y empieza a comérselas haciendo el correspondiente ruidito crunchy al masticar. Yo la observo de reojo y me doy cuenta de que la chica tiene forma de palomita de mantequilla; de hecho, parte de su corpulencia, invade parte de mi espacio. De vez en cuando se rechupetea los dedos rechonchos. Las palomitas de mantequilla están muy buenas, pero no son algo limpio y cómodo para comer en un tren sin servilletas a mano. Esa es mi opinión.

Me pongo los cascos, pero no tengo tapones para la nariz y mi FFP2 será muy efectiva contra los virus, pero no es capaz de aislarme del olor a palomitas de mantequilla: «Podría ser peor, Palo, imagínate que esta chica hubiese sacado de la mochila un bocadillo de chorizo ¡O un tupper de lentejas! Con esa silueta, no iba a sacar un sándwich de pavo y queso fresco; en el fondo he tenido suerte».

La mamá canguro chica que lleva al bebé como un canguro, se levanta y se acerca a mi sitio para coger algo en la maleta que está sobre mí. Se aproxima tanto, que la cabecita de su canguro bebé me roza la cara. A ese bebé hay que cambiarle el pañal, ya se lo digo yo. Palomitas de mantequilla por un lado, bebé con pañal a punto de explotar por el otro… Esto no está pagado. Es más, ¡yo he pagado por esto! Mientras tanto, papá canguro continúa sentado en su asiento sin inmutarse. Está jugando al Animal Crossing y eso es sagrado.

Mamá canguro se aparta y se va con el bebé, pañal en mano, hacia el cuarto de baño. Confirmamos que mi olfato no falla. De repente, un perro empieza a ladrar, no sé exactamente dónde está, pero hay algo que le altera, supongo que a él tampoco le falla el olfato.

Llegados a este punto, si apareciese una gallina cacareando por el pasillo, no me sorprendería lo más mínimo. Cuando adquirí este billete de tren, mi ilusión era encontrarme con un par de pasajeros raritos en mi vagón y montarme una novela de Agatha Christie, pero se ve que al final me ha quedado una especie de pasaje al arca de Noé. Solo espero que no empiece a caer el diluvio universal, que no tengo paraguas.