EL DÍA QUE FUI INVENTORA.

Había ascensor, pero yo siempre subía por las escaleras. Mi edificio era antiguo y oscuro. Por esa razón, muchas veces confundía el interruptor de la luz con el timbre del vecino. Ambos botones eran de un color grisáceo, supongo que algún día fueron blancos. El de la luz tenía un dibujo con una bombilla, que en teoría lo diferenciaba del otro, que tenía un timbre, pero el paso de los años había emborronado ambos dibujos haciendo que no se distinguiese el uno del otro.

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Ese día yo llegaba cargada de bolsas del supermercado. Estaba emocionada porque iba a celebrar mi cumpleaños por la noche. Había comprado todo tipo de bebidas y decoraciones. La comida la había encargado en un restaurante gallego que había debajo de casa: tortilla de Betanzos, empanada, pulpo, pimientos de Padrón y pan, mucho pan (la persona que inició la cruzada contra el pan, no ha probado un buen pan gallego).

Solté las bolsas en el suelo del descansillo y mientras revolvía en mi bolso de Mary Poppins buscando las llaves, pulsé uno de los interruptores de la pared… ¡Error! Un gran ¡DING DONG! retumbó dentro de la casa de mi vecino Jose Luis, que era un señor que tenía un diente de oro y una edad indeterminada que rondaba la franja entre los 70 años y la edad del sol. Rápidamente, pulsé el otro interruptor y se hizo la luz. Seguí revolviendo nerviosa en mi bolso. Encontré un ticket de Zara, un paquete de Smint, horquillas,  un cleenex usado y mi cacao favorito, que pensaba que había perdido el fin de semana en el cuarto de baño de un bar de Malasaña, hasta que por fin sentí el suave terciopelo del llavero que me habían regalado en una tienda del barrio de Salamanca, cuando me compré las zapatillas que llevaba puestas. Tiré del llavero y salieron mis llaves. Mi cara de triunfo no duró ni dos segundos; de repente se abrió la puerta del vecino, que asomó su cabeza – Perdone, Jose Luis, soy un desastre, pero vengo con tantas bolsas que no he acertado con el interruptor… – Dije mientras señalaba las bolsas por las que solo asomaban unas botellas delatoras de mis intenciones. Mi capacidad de reacción en ese momento era la misma que la de un cervatillo asustado: me quedé quieta, mirando con los ojos muy abiertos a mi vecino hasta que este actuó.

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Jose Luis, miró mis bolsas sin interés, negó con la cabeza y cerró la puerta sin decir nada. A mí me inundó un sentimiento de culpabilidad, no por el hecho de haber llamado – otra vez – a su timbre, sino por la noche que se le avecinaba al pobre hombre al que, en el fondo, tenía cariño. Nunca había habido conflictos por mis fiestas, Jose Luis estaba medio sordo las paredes eran robustas. Pero lo que me preocupaba era que, igual que yo me confundía el interruptor de la luz con su timbre, a cualquiera de mis poco cuerdos invitados podría pasarle lo mismo.

Abrí torpemente la puerta de casa y me dispuse a colocar cada cosa en su sitio. Colgué guirnaldas por las paredes, hinché muchos globos, probé que la música funcionase… A las 18:00 me trajeron la comida que había encargado. La coloqué en varias fuentes y la puse en la mesa del comedor, que había pegado contra la pared para que la gente se sirviese a modo buffet. 

El timbre de Jose Luis seguía rondando por mi cabeza. De repente, mientras colgaba la última guirnalda, pegándola con cinta aislante en una pared, me quedé mirando fijamente el rollo adhesivo y se me ocurrió una idea. Salí al descansillo y con cuidado, pegué el timbre de Jose Luis con la cinta aislante, de manera que no pudiese pulsarse. Nunca había visto a nadie visitando a mi vecino, así que no iba a suponer ningún problema bloquear ese botón por unas horas. Al revés, me estaba ahorrando a mí  misma sufrir dos contratiempos en el mismo día con él. También hice una flecha con la cinta aislante señalando el interruptor de la luz y recorté un folio con forma de bombilla para pegarlo encima. Miré orgullosa mi obra y me sentí una inventora a la altura de Thomas Edison o Graham Bell.

Sobre las 19:30 empezaron a llegar los primeros invitados. El punto álgido de la fiesta fue a las 22:00, cuando sacaron una tarta de galletas y chocolate y me cantaron el Cumpleaños Feliz. Después, continuamos con las copas y algún baile que otro, creo que nunca llegamos a estar todos los invitados a la vez en casa, ya que mis amigas, las madres, fueron las primeras en llegar, pero también las primeras en irse y mis amigos, los fiesteros, llegaron más tarde y un poco achispados. 

Pasada la medianoche decidimos irnos a una discoteca. Mientras la gente llamaba a los taxis e iba bajando al portal, yo me quedé con dos amigas poniendo un poco de orden en casa. No quería despertarme al día siguiente en la jungla. Dejamos el salón y la cocina medianamente presentable y salimos de casa con cuatro bolsas de basura. Le di al interruptor de la luz para poder cerrar con llave y cuando se iluminó el descansillo, vi que el timbre del vecino estaba intacto, la cinta aislante seguía tan tensa como la había dejado yo esa tarde. Poco a poco despegué la cinta del timbre, pero dejé la pegatina de la bombilla en el otro interruptor y nos fuimos. 

Gracias a mi invento, no volví a molestar a Jose Luis pulsando el botón que no era. Cuando años más tarde dejé el piso, la pegatina de la bombilla también la dejé ahí con la intención de que los nuevos vecinos de Jose Luis no alterasen su descanso.

Hace un par de meses, me crucé con Jose Luis por la calle. Le costó reconocerme por culpa de la mascarilla, pero en cuanto le dije que era Paloma, ‘la que se confundía con su timbre’, intuí por sus ojos que debajo de esa FFP2 se había dibujado una sonrisa. Me dijo que ahora en mi casa vivía un matrimonio con un bebé y que me echaba de menos porque el bebé lloraba siempre en el descansillo y eso le molestaba más que mis errores con su timbre – José Luis, lo que usted echa de menos no es a mí ¡es mi silencio! – Me guiñó un ojo y cada uno seguimos nuestro camino.