La semana pasada invité a Victoria a comer a casa:
—Voy a hacer judías con huevo duro, pimentón y mucho ajo, ¡no tengo pan! Solo los picos de Bertín, así que compra si te apetece— dijo la señora que llevo dentro.
Nunca compro pan, a excepción del pan de molde para el desayuno, que es ‘mi pan de cada día’ —acabo de hacerme un Matías Prats. No me pidáis mucho más, que es lunes—. Estoy convencida de que el cielo huele a pan recién hecho, me gusta demasiado (pan con aceite, pan con mantequilla, pan y vino, pan sin más…) y es por eso por lo que solo me lo tomo cuando estoy fuera de casa, que ya estamos en marzo y el michelín no perdona.

Mientras Victoria y yo devorábamos mis maravillosas judías (me da igual quedar de presuntuosa, si estaban buenas, se dice y punto), Victoria empezó a hablar sobre —según ella— mi ‘más que factible y necesaria implicación en el campo de las artes’. Creo que deberías ponerte en serio a pintar. No obtuvo más respuesta por mi parte que una mirada y un gesto de merluza asmática.

Es verdad que, siempre a la sombra de la figura de mi tío abuelo (él sí fue un magnífico pintor), la pintura me divierte, pero jamás he pintado un lienzo como tal. Me he atrevido con pequeños bocetos que tengo guardados dentro de un armario (un bodegón de frutas y un conejo, concretamente), pero no me parecen nada del otro mundo, los hice hace unos años por pura diversión. Victoria es la única persona que conoce conocía la existencia de dichos bocetos —ahora ya lo sabéis todos—.
Un día vino a mi casa con la excusa de querer desahogarse conmigo, tras haber discutido muy fuerte con su, en aquél momento novio, actualmente marido, y empezó a narrarme las cantinelas morales del susodicho; así fue como logró distraerme. No me di ni cuenta y en un momento dado, sacó del armario mis bocetos (en una conversación tonta unas semanas atrás, yo le había contado que tenía guardados dos ‘dibujitos’ en el armario de la entrada). Nada más descubrirlos, dijo que en esas obras era más que palpable la huella de mi tío abuelo.
—No te inventes cosas ni seas cursi, ¡tú nunca has visto ninguna pintura de mi tío abuelo! —le dije, no sé si más avergonzada porque hubiese encontrado mis secretos más oscuros dibujitos o molesta porque hurgase en mis cosas—.
—Ni falta que me hace, ese don lo has tenido que heredar de alguien. Tienes que ser artista.
Desde ese día, la diversión de Victoria cuando estamos juntas consiste en picarme e intentar convencerme para que me tome en serio lo de pintar; siempre dice con tono jocoso delante de nuestros amigos que soy muy virtuosa con los pinceles. Yo siempre le digo que no pinto bien; que se me da mejor el bolígrafo y contar mis delirios a través de las letras.
—Pero eso ya lo tienes dominado, dale una oportunidad a los pinceles.
—El que mucho abarca, poco aprieta, déjame tranquila.
Y así estamos, cada semana la misma conversación, las mismas respuestas, solo cambia el escenario. Cierto es que nunca nadie le secunda en su lucha, será porque mis amigos ya tienen bastante con que les obligue a leerme amenazándoles con la privación de mi amistad si no lo hacen, como para obligarles también a venir a la Plaza Mayor para que les haga un retrato con un seis y un cuatro.

En resumidas cuentas, tanto rollo para deciros que si yo tuviese la obligación de ser artista, elegiría ser cantante, pero teniendo en cuenta que el otro día desalojé el karaoke nada más subirme al escenario la voz de mis audios me parece horripilante (y eso es hablado), no me quiero imaginar la tortura que tiene que ser escucharme cantar; así que, por el bien de la gente que me rodea humanidad elegiría ser escritora, más que cualquier otra cosa
