Me he despertado un poco revirada. Hoy hace dos meses que me comunico contigo a través del arcoíris… Sé que es tu manera de decirme que estás ahí, cuidándonos. Por cierto, no recuerdo ninguna otra época en la que viese al arcoíris tantos días seguidos. Con sus siete colores perfectamente delimitados, curvados y colocados uno encima de otro, ya sea sobre el mar, sobre el campo o en mitad del cielo… Da igual dónde, pero casi todos los días aparece para saludarme. Porque sé que me saluda A MÍ. Recuerdo el que nos mandaste el 1 de enero. Nunca lo había visto tan grande e intenso ¡además era doble! Mucho se habla de la belleza de la aurora boreal y poco de la del arcoíris. Siempre valoramos más las cosas que no tenemos.

A la vista de mi mañana convulsa, a las 11 decidí despegarme de las sábanas y salir a correr. Es la mejor medicina. El Retiro sigue cerrado por culpa de Filomena, así que me he dirigido hacia el Paseo de Pintor Rosales. Al llegar allí, me he puesto a correr sin rumbo, solo quería respirar y ahogar las penas en el aire fresco, no me gusta ahogarlas en alcohol, porque antes o después vuelven a salir a flote y con más intensidad, si cabe. De repente y no sé cómo, he llegado a uno de los accesos del Parque del Oeste ¡Pensaba que estaba mucho más lejos! De todas formas, también estaba cerrado, Filomena se ha encargado de que nos dejen sin parques una buena temporada, aunque por lo menos aquí tenemos bares, las terrazas están a tope. He bordeado un lateral del parque, subiendo por la cuesta del Paseo Moret y al llegar a la cima me ha llamado la atención el contraste entre el clásico Arco de la Victoria y la moderna Torre de Telecomunicaciones.

Me recuerdan a la pareja formada por Nicolás Sarkozy y Carla Bruni ¡Yo que sé! Así es mi mente.

Me he quedado parada mirando ambos monumentos unos segundos, haciéndome la interesante, pero en realidad quería disimular que se me estaba saliendo el corazón por la boca. Esa cuesta era un reflejo de mi mañana convulsa, pero las cuestas tienen fin y las mañanas también… Una vez recobrado el aliento he vuelto a casa a una velocidad bastante decente. Al llegar, mi pulsómetro decía que había corrido 11 kilómetros ¡Cómo me gusta correr con sol y frío! Estaba renovada. Si me quedaban miguitas de pena, he terminado de ahogarlas en la ducha. Hasta otro día, que sé que volverán, pero hoy ya no.
A mediodía, había quedado para comer en casa de Lucía y Diego, que también invitaron a un amigo suyo, sueco; yo creo que la intención era emparejarlo con alguien. Antes de comer, el sueco sacó una botella ENORME de un brebaje típico sueco. Empezó a servir dicho brebaje en vasitos de chupito. Yo le dije que si estaba loco, que todavía estaba digiriendo las tostadas que me había zampado después de correr. Diego, Lucía y el amigo sueco se tomaron un par de chupitos mientras el instigador del piripismo recitaba un poema en un idioma incompresible. Nos contó que era un ritual sueco que se canta en los eventos especiales, como cuando alguien se compromete o cuando Ikea lanza un nuevo mueble, supongo.

No alargamos mucho la sobremesa porque todos los comensales excepto yo, estaban del revés estábamos en la terraza y empezaba a refrescar, así que decidimos bajar a dar un paseo por el Barrio de las Letras. Me encanta esa zona. Aunque había bastante gente, conseguimos mesa en una terraza, frente a un edificio que me gustó mucho “Podría ser de Gaudí”, dije aun a riesgo de sonar pedante delante de mis amistades. Me pedí un café con Baileys porque soy una señora y dejé que la humeante taza calentase mis manos, mientras imaginábamos los futuros viajes que queremos hacer ‘cuando todo esto pase’. Yo comento que quiero ir a Canadá, pero en esa mesa todos tienen otras prioridades… Excepto el sueco, que me dice que se viene conmigo. Yo me hago la sueca lo regateo diciéndole que iré con mi familia. No me gustan los rubios tan rubios.
Al terminar nuestras bebidas y sueños, retomamos el paseo y vagamos sin rumbo durante media hora, hasta que sin darnos cuenta llegamos a San Ginés. Todos los años yo digo que mi flor favorita de San Valentín son los churros. Y no sé si llegar hasta ahí ha sido por accidente o fruto del destino, pero me siento en la obligación de romper la promesa de cuidar mi alimentación. Entro en la mítica chocolatería y me pido un chocolate y media docena de churros para llevar, porque ¿qué día es hoy? No puede ser casualidad.

Al llegar a casa veo que me han puesto un churro de más, así que ceno siete churros, como los colores del arcoíris y un tazón de chocolate. Los saboreo lentamente mientras miro el jarrón de la mesa de centro. Ya va tocando comprar flores nuevas, me apetecen hortensias.