Estoy sentada en una terraza de la Plaza de Santa Bárbara y mientras espero un café americano con hielo y un croissant relleno de chocolate, observo a dos señores que están en otra mesa, a una distancia suficientemente prudencial como para llamarla ‘de seguridad’, pero no tanto como para que mi oído no capte palabras sueltas de la conversación.

El señor que está sentado enfrente de mí, lleva gafas de sol polarizadas, camiseta de manga corta y una barba gris y larga, como los moteros de Harley-Davidson que me suelen adelantar por la carretera. Me fijo a ver si tiene la clásica chupa de cuero colgada de la silla. NO. Se ve que está acostumbrado a la fría brisa que le ‘acaricia’ la cara cuando recorre la Sierra en su moto. Hoy en Madrid hay 13º.
Me encuentro tan ensimismada mirando al motero barbudo, que no me he dado cuenta de que me han traído mis alimentos e, inconscientemente, le he dado un mordisco al croissant. El suave crujir del hojaldre, mezclado con la textura del chocolate me devuelve a la terraza de Santa Bárbara ¡Qué rico!

Desvío la mirada hacia dos señoras de una edad comprendida entre los 70 y la edad del sol, que se sientan en otra mesa. La de la izquierda se abrocha el enorme abrigo de piel que la envuelve (no es motera). Su amiga saca del bolso el ¡Hola! de esta semana y empiezan a comentar: ‘Esta chica está demasiado delgada”, “Déjame verla”, se sacan la una a otra la revista de las manos, como si fuese el juego de la patata caliente, pero al revés. De repente, la señora del abrigo peludo se levanta y se va, casi sin despedirse. Son las 13:00 y tiene que ir a casa para meter el pollo en el horno. Esta mañana dejó una bandeja preparada con verduras cortadas en juliana y patatas en rodajas. Es el plato favorito de Felipe, su hermano, que hoy está de Santo.

Aparece una chica que lleva pantalones pitillo de pata de gallo, moño, zapatillas y abrigo largo. La chica se pide unas tostadas con jamón y tomate, un gofre con chocolate y un café ¿Será su comida? Mira el móvil compulsivamente. Está esperando un mensaje que no llegará hasta el viernes. Los viernes son cuando los ‘señores mareantes’ (como yo los llamo), sacan la agenda. Mientras tanto, la chica del moño con pantalones de pata de gallo, se pasa los días de la semana nerviosa, con esa maraña constante en el estómago, que la consume y le quema el gofre que ya está devorando. Físicamente se parece a la hermana de mi ex novio, pero no es ella; Lucía nunca se comería un gofre. Y mucho menos aun, se pondría unas zapatillas. Se enciende un piti y lo aspira como si fuese un camionero turco. Todavía faltan dos días para el viernes. Debería comprarse valeriana en la farmacia. A Lucía le sentaba muy bien. Mira el reloj, son las 13:45 y tiene turno de tarde en Zara de Fuencarral, así que se levanta y se va. Ojalá se olvide pronto del ‘señor mareante’.

En el banco de enfrente se sienta un chico bastante rollizo. Trae en la mano una lata de Coca Cola y un bocadillo. Juraría que es de tortilla. Lleva un pañuelo en la cabeza y camisa de manga corta, pero este no tiene pinta de motero, lo que tiene es exceso de grasa que le abriga. Es el cocinero de un restaurante de Santa Engracia y lleva el pañuelo para hacer el paripé, en realidad está calvo. Debería dejarse de trucos y afrontar la realidad.
Pasa por mi lado un chico trajeado con la típica bolsita morada de Aristocrazy ¿se habrá portado mal con su novia y tiene remordimientos de conciencia, o es que ella está de cumple? Prefiero inclinarme por la segunda opción, pero una ya no puede fiarse, las flores que me envió Juan sin motivo aparente hace un mes, eran preciosas, pero yo soy alérgica al polen y a las mentiras.
Me saco el abrigo y luzco orgullosa el jersey granate que me compré la semana pasada en esa tienda de Argensola ¡Qué calor! A lo mejor también tengo que comprarme una moto.
