AYER ME ACOSTÉ TARDE.

Hace un mes empezó a escucharse el nombre de Carlos Alcaraz, un niño chico que con sus diecinueve años venía para informarnos —o esperanzarnos, al menos— de que España seguirá en el top mundial del tenis. Los treintañeros (algunos, como Rafa Nadal que cumple 36 el día de la semifinal, hasta empezamos a abismar la cuarentena), podemos estar tranquilos porque parece que se viene una generación muy talentosa (hablo dentro del ámbito del deporte); una generación con los abdominales más marcados, una generación de una estatura superior y que es capaz de hacer que te lo pienses dos veces antes de decidir desafiarla (ahora no solo hablo de tenis).

Te desafío de miradas 👀 | •Meme• Amino

Pero en el partido de ayer, tanto Rafa como Djokovic (que me cae mal y prefiero aclararlo antes de continuar) demostraron que los de la Generación Z tienen que temblar cuando les toque enfrentarse a los Millennials (aunque algunos digan que ya están viejos tienen poco que hacer). Cualquier partido contra ellos, se convertirá en una batalla y ayer lo demostraron.

El partido de ayer empezó en mayo y terminó en junio; y hasta ahí mi crónica del partido… Podría hacer un par de comentarios más, ya que entiendo lo suficiente como para ver algunos partidos y ponerme de los nervios disfrutar, pero no he venido aquí a contar que si ayer Novak (que me cae fatal, repito) entró tarde, pero empezó a remontar, porque a Rafa le perjudicaron las condiciones del partido (tal y como él había insinuado). O que después de unos juegos eternos nuestra leyenda española volvió a conseguir mover al serbio hasta ganarle. Sería muy poco original y probablemente haría el ridículo, de hecho.

Crónicas ya hay muchas y no tengo nada que aportar. Lo que vengo a decir es que del partido de ayer saco en conclusión que los treintañeros millennials todavía podemos dar mucha guerra (aunque necesitemos una siesta después de trasnochar). Porque en el partido la batalla de ayer, estás dos leyendas retaron a la Generación Z, a las leyes de la naturaleza y a mis biorritmos, que a las 22:00 suelen pedirme que me retire a mis aposentos y ayer fue imposible cumplir sus deseos sueños.

También quiero decir la obviedad de que Rafa es increíble y aprovechar este transitado blog para darte la enhorabuena por el partido, las gracias por hacernos vibrar y para dedicarte mis ojeras, que sé que me lees. ¡Nos vemos en semis!

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PONGAMOS QUE ESCRIBO DE MADRID.

Madrid me mata y me arrebata. Para mí, Madrid es como ese mal ex novio al que siempre vuelves.

Madrid no tiene mar, ni eucaliptos, ni un Paseo Marítimo, evidentemente, pero está lleno de olmos y de plátanos y de edificios señoriales y hasta tiene algunos rascacielos. No tiene palmeras de las que se caen cocos cuando están maduros, pero tiene otras palmeras, las de chocolate, que para mí (maestra catadora de dulces), son las mejores que he tomado nunca. Por no hablar de las porras. También hay miles de cotorras dando los buenos días desde los robles (por cotorras me refiero a los loros verdes que vuelan como locos de árbol en árbol, no a las señoras que se quedan cotilleando en la salida de Misa los domingos).

La ley de las cotorras - Manuel Jesús Florencio

Madrid es asfalto, pero si conduces, es la jungla. Y si das un paseo por El Retiro, prepárate para perderte en esta especie de mini selva amazónica, llena de jardines y fuentes, dónde de repente te encuentras con un Palacio de Cristal que parece sacado de una película de Disney, o con un estanque del tamaño suficiente como para celebrar competiciones de piragüismo ¿cómo te quedas, Melendi? Tú habrás bajado en piragua el descenso del Sella, pero ¿lo has hecho en El Retiro? Nosotros también queremos una canción.

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Y digo nosotros porque aunque estoy orgullosa de mis raíces gallegas, yo también me siento un poco muy de aquí. Madrid es como aquel anuncio de Coca Cola esa marca de refrescos que no voy a nombrar porque no me paga: PARA TODOS. Quiere sin juzgar. Madrid es para el Bob Esponja que está en la Plaza Mayor peleándose con Dora la Exploradora y para los que están brindando con champán caro en un club privado. Madrid es para el barbudo que vive en Lavapiés porque quiere ser moderno o porque no tiene un duro y también es para el que lleva un fachaleco y va a jugar al golf en Puerta de Hierro (aunque después tenga la misma puntería que con la escopeta de feria en San Isidro). Madrid recibe a todo el que llega con un abrazo seco, porque también advierte: ‘sube que te llevo, eso sí, aquí no valen los miedos. Yo tengo mis propias normas de velocidad, diferentes a las del resto de ciudades. Yo voy mucho más rápido’.

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Y es que Madrid siempre tiene prisa. Te hace ir corriendo a todos lados y hay días que te arrasa como un tsunami. Sales de casa con el abrigo colgado del brazo y te peinas en el ascensor y te pones la bufanda mientras corres calle abajo y sientes el frío en todo tu cuerpo. Y te subes a la moto y llegas a tu destino y te bajas y te pones los tacones y entras en la oficina despeinada otra vez. Porque haga frío o calor, Madrid despeina.

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Madrid tiene su propio ritmo como también tiene bares para todos. Está Casa Eugenio, dónde el propio Eugenio te invita a torreznos y bravas con tu doble de cerveza. Pero también está el restaurante de moda en el que, de repente, se apagan las luces y aparece Beyoncé Chanel y todo su equipo bailando sobre una barra, en la que después te tomarás un Gin Tonic, al lado de un señor vestido como un magnate ruso del petróleo. Gastronómicamente, Madrid también te hace hueco, ya seas vegano, vegetariano o de cocido y callos con mucha pata y morro.

Hay novelas de 500 páginas que me han dicho menos que muchas calles de Madrid, dónde han pintado versos en los pasos de cebra (algo que han copiado otras ciudades). Pero además, Madrid tiene letras doradas en el suelo de su Barrio de las Letras, por dónde puedes caminar sobre varios libros abiertos y tú decides en cuál te quieres parar.

Y yo por ahora he decidido pararme aquí.

Y es que Madrid te cambia la vida.

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CANTAR VICTORIA.

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Victoria cocina desde que tiene uso de razón. Su madre fue ayudante de cocina en el mejor hotel de su ciudad y siempre le enseñaba sus recetas y sus ‘trucos’. Lo que mejor se le da es la repostería. No sabe si disfruta más durante el proceso de elaboración del postre o cuando se lo come. En su casa, su familia le dice que debería montar una pastelería o un restaurante, ahora a eso le llaman emprender, pero ella no se considera ni emprendedora ni cocinera, dice que cocina y punto.

Esa mañana se despertó con los ojos hinchados, cansada. La noche anterior, su vecino les había avisado de que haría una cena por su cumpleaños y Victoria no consiguió pegar ojo hasta las 4. La música no estaba muy alta, pero el sueño de Victoria era ligero. Miró a su lado y vio que Sebas seguía durmiendo como un lirón… ¡no se había movido en toda la noche! Aburrida de dar vueltas en la cama, decidió levantarse. Tenía muchas cosas que hacer: esa noche iban a cenar a casa de unos amigos y se había ofrecido a llevar el postre. En ese momento se arrepentía del ofrecimiento, lo único que le apetecía era tirarle un postre pringoso a la cara de su vecino y seguir durmiendo.

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Se lavó los dientes, fue a la cocina y se puso el delantal de cuadros rojos y blancos. A Victoria le crujían las tripas. «Hambre y sueño, la mejor mezcla para mi malhumor.» Dudó si desayunar algo rápido, pero finalmente decidió ponerse manos a la obra con el postre y sacárselo de encima. Desayunaría después con su familia. Iba a hacer tocinillo de cielo, su especialidad. Abrió la despensa para buscar los ingredientes, le gustaba tener todo el material delante antes de empezar a cocinar e ir guardándolo a medida que lo iba utilizando, esa era la manera de no olvidarse de nada. Cuando cogió el paquete de azúcar, se dio cuenta de que estaba prácticamente vacío. Rebuscó en la despensa, pero los únicos endulzantes que encontró fueron miel y los polvos esos ‘saludables’ que le ponía su hija Sara al café. Podría mezclarlos con el azúcar que tenía y el postre sería más sano, pero el sabor cambiaría. No le apetecía nada ir al supermercado, pero Victoria se negaba a presentarse en casa de sus amigos con un tocinillo de cielo ‘sin azúcar’, así que volvió a su habitación y sin hacer ruido, se puso los pantalones que la noche anterior había dejado doblados sobre la butaca, cogió el plumífero y salió a la calle.

Al entrar en el súper, fue directa al pasillo del azúcar y cogió dos paquetes. Aprovechó la visita para comprar unas bandejas de cartón en las que colocaría el postre y así no tendría que llevar a casa de sus amigos una pesada fuente de porcelana. Al pasar por la sección de panadería, el olor a bollo recién hecho le hizo frenar en seco. Le pidió al panadero unos croissants, fue a la caja y pagó.

Al llegar a casa, tanto su marido como su hija seguían durmiendo. Metió los croissants en el horno para que conservasen el calor y se imaginó las caras de Sebas y Sara al despertarse y descubrir que tenían un desayuno especial. Sonrió. Padre e hija también eran muy golosos. 

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Colocó el azúcar junto al resto de ingredientes, se puso de nuevo el delantal de cuadros rojos y blancos traje de faena y al lío. Lo primero que tenía que hacer era el almíbar. Para ello, calentó agua en un cuenco y fue añadiendo el azúcar poco a poco. El truco estaba en hacer el almíbar al baño María, como le había enseñado su madre. También se puede utilizar el microondas y probablemente se ahorre tiempo, pero igual que se negó a hacer un tocinillo sin azúcar, Victoria tampoco se planteaba la opción fácil y rápida. Conseguido el almíbar, añadió el resto de ingredientes, los colocó en un molde y lo apartó a un lado. Ya solo tenía que esperar a que la mezcla se atemperase y meterlo en la nevera hasta la noche. Estaba pensando en volver a acostarse un rato, cuando escuchó que por las tuberías se movía agua. Eso significaba que alguien se había levantado. «Ya dormiré la siesta». Encendió la cafetera, sacó los croissants del horno y los puso en una fuente. Mientras estaba colocando tres tazas sobre la mesa, Sebas apareció en la cocina y le dio un abrazo por la espalda 

—Qué bien huele y qué buena pinta tienen esos croissants ¡Cómo me cuida mi mujer!— Dijo mientras le pellizcaba cariñosamente un moflete.

—Ay Sebas, no me hagas eso que sabes que no me gusta, no he pegado ojo y no está el horno para bollos—. Dijo apartándole la mano.

—Pues por cómo huele, yo creo que sí está para bollos.

 Victoria sonrió mientras le daba la espalda.

—En realidad los he comprado pensando en Sara, pero sabía que tú no te resistirías.—Se dio la vuelta, miró a su marido y le echó la lengua. 

Sebas sacó la leche de la nevera y la sirvió en una jarrita de porcelana. Cuando desayunaba solo, ponía la leche directamente del brick a la taza, pero sabía que a su mujer le gustaban esos detalles. La cabeza de Sara se asomó somnolienta por la puerta de la cocina —¡Qué bien huele!— Dijo mientras se acercaba a coger un croissant y le daba un mordisco.

Ni su marido ni su hija se habían enterado del jolgorio del vecino. Cuando terminaron de desayunar, Victoria se dio cuenta de que ya no estaba tan cansada ni de mal humor; el desayuno improvisado y la conversación con su familia le había dado energía. Metió el tocinillo en la nevera y se pasó el resto del día en casa. Comió con Sebas un guiso que había sobrado del día anterior y cuando se dio cuenta, ya se le había pasado la hora de la siesta. Tampoco tenía sueño y además, ya tenía que arreglarse para la cena.

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Sus amigos habían preparado lubina al horno y como era un plato ligero, todos tenían hueco para el postre. Victoria cantó victoria porque su tocinillo triunfó (pido perdón por el juego de palabras, sé que hay demonios que es mejor no sacar), le pidieron la receta y Victoria la compartió sin decir el truco especial del baño María. Volvieron a casa pasada la medianoche y aunque agotada, Victoria estaba contenta y orgullosa. Quizás el año que viene se ofrecería a hacerle la tarta de cumpleaños a su vecino.