
Nada indica mejor la llegada del verano, que cenar helado
un helado nocturno.
Y sí, por supuesto, ayer decidí celebrar la llegada del solsticio entregando mi alma al dulce frío. Dicen que el helado es un gran antidepresivo y estoy de acuerdo, aunque yo no es que estuviese deprimida, estaba de resaca máxima un poco afligida por el no-ascenso del Depor (que en mi humilde opinión de futbolera de Palo, no era nada merecido, pero una vez en la final, siempre tienes la esperanza, oye).
El dueño de la heladería me dejó probar 2546 sabores para que yo terminara escogiendo dos bolas de chocolate. Al amable señor no debió parecerle mal la improvisada cata que me monté en su heladería, porque me puso dos bolas de chocolate más grandes que mis pechos mi cabeza. No, en serio. ENORMES. Ya con eso se me pasó la resaca se me dibujó una sonrisa feliz y envíe al Depor al cajón de objetos perdidos y olvidados de mi cerebro.

A medida que engullía mi helado, una idea se fraguaba en mi cabeza: qué guay sería estar triste, comer helado para consolarnos y que al llorar nuestras lágrimas se transformasen en batido de chocolate, entonces chuparíamos las dulces lágrimas y ya seríamos felices 🙂 Pero después pensé que al estar felices, dejaríamos de llorar, no habría más batido de chocolate y volveríamos a estar tristes 😦
Mi conclusión de la movida: MENUDO EMPACHO la vida es como llorar helado de chocolate, la vas consumiendo y combinas momentos muy dulces con otros amargos. Esos momentos son inevitables y hay que vivirlos, disfrutarlos y/o dejarlos que pasen, pero tenemos que fijarnos en las pequeñas cositas que nos trae cada momento porque, aunque sea muy dulce, de repente y sin saber cómo, algo se escapa, se derrite y te pringa las manos y el pantalón blanco.

P.D.: creo que tengo que volver a la heladería y preguntarle
al heladero si su producto estaba adulterado con sustancias alucinógenas y
la próxima vez pedirle una bola extra.