Madrid me mata y me arrebata. Para mí, Madrid es como ese mal ex novio al que siempre vuelves.
Madrid no tiene mar, ni eucaliptos, ni un Paseo Marítimo, evidentemente, pero está lleno de olmos y de plátanos y de edificios señoriales y hasta tiene algunos rascacielos. No tiene palmeras de las que se caen cocos cuando están maduros, pero tiene otras palmeras, las de chocolate, que para mí (maestra catadora de dulces), son las mejores que he tomado nunca. Por no hablar de las porras. También hay miles de cotorras dando los buenos días desde los robles (por cotorras me refiero a los loros verdes que vuelan como locos de árbol en árbol, no a las señoras que se quedan cotilleando en la salida de Misa los domingos).
Madrid es asfalto, pero si conduces, es la jungla. Y si das un paseo por El Retiro, prepárate para perderte en esta especie de mini selva amazónica, llena de jardines y fuentes, dónde de repente te encuentras con un Palacio de Cristal que parece sacado de una película de Disney, o con un estanque del tamaño suficiente como para celebrar competiciones de piragüismo ¿cómo te quedas, Melendi? Tú habrás bajado en piragua el descenso del Sella, pero ¿lo has hecho en El Retiro? Nosotros también queremos una canción.

Y digo nosotros porque aunque estoy orgullosa de mis raíces gallegas, yo también me siento un poco muy de aquí. Madrid es como aquel anuncio de Coca Cola esa marca de refrescos que no voy a nombrar porque no me paga: PARA TODOS. Quiere sin juzgar. Madrid es para el Bob Esponja que está en la Plaza Mayor peleándose con Dora la Exploradora y para los que están brindando con champán caro en un club privado. Madrid es para el barbudo que vive en Lavapiés porque quiere ser moderno o porque no tiene un duro y también es para el que lleva un fachaleco y va a jugar al golf en Puerta de Hierro (aunque después tenga la misma puntería que con la escopeta de feria en San Isidro). Madrid recibe a todo el que llega con un abrazo seco, porque también advierte: ‘sube que te llevo, eso sí, aquí no valen los miedos. Yo tengo mis propias normas de velocidad, diferentes a las del resto de ciudades. Yo voy mucho más rápido’.

Y es que Madrid siempre tiene prisa. Te hace ir corriendo a todos lados y hay días que te arrasa como un tsunami. Sales de casa con el abrigo colgado del brazo y te peinas en el ascensor y te pones la bufanda mientras corres calle abajo y sientes el frío en todo tu cuerpo. Y te subes a la moto y llegas a tu destino y te bajas y te pones los tacones y entras en la oficina despeinada otra vez. Porque haga frío o calor, Madrid despeina.

Madrid tiene su propio ritmo como también tiene bares para todos. Está Casa Eugenio, dónde el propio Eugenio te invita a torreznos y bravas con tu doble de cerveza. Pero también está el restaurante de moda en el que, de repente, se apagan las luces y aparece Beyoncé Chanel y todo su equipo bailando sobre una barra, en la que después te tomarás un Gin Tonic, al lado de un señor vestido como un magnate ruso del petróleo. Gastronómicamente, Madrid también te hace hueco, ya seas vegano, vegetariano o de cocido y callos con mucha pata y morro.
Hay novelas de 500 páginas que me han dicho menos que muchas calles de Madrid, dónde han pintado versos en los pasos de cebra (algo que han copiado otras ciudades). Pero además, Madrid tiene letras doradas en el suelo de su Barrio de las Letras, por dónde puedes caminar sobre varios libros abiertos y tú decides en cuál te quieres parar.
Y yo por ahora he decidido pararme aquí.
Y es que Madrid te cambia la vida.

Porque «Madrid me mata», «De Madrid, al cielo»!!
Así es! Todos esos clichés se quedan cortos para describir Madrid