SEÑORAS QUE SON CASA.

Muchas veces me voy a escribir a una cafetería. Tengo cuatro o cinco en el radar, pero no soy fiel a ninguna en concreto; me gusta cambiar de escenario. La gente me pregunta si no me distraigo con tanto barullo, pero me he dado cuenta de que me cuesta mucho más pensar en silencio, encerrada entre las cuatro paredes de mi casa. Me concentro mejor viendo y oyendo a la gente de fondo. Esos estímulos externos me abstraen y hacen que me evada y me olvide de cualquier mundo que no sea el de mi cerebro rubio. En mi casa, el estímulo externo que tengo es demasiado fuerte: la tableta de chocolate, que no sabéis los gritos que pega esa desgraciada desde la despensa. Así que yo me voy de ahí.

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Sin embargo, la semana pasada, mientras estaba en una cafetería tomándome un capucchino con leche de avena y escribiendo un artículo sobre la familia de Hitler (otro día entramos en detalles sobre esto), hubo un estímulo externo tan fuerte que dejó a la tableta de chocolate a la altura del betún. Distracción máxima. El estímulo provenía de dos señoras de unos 75 años que se sentaron en la mesa de al lado:

—Dice el Notario que me separe de Fernando—manifestó sin más preámbulos la señora que se iba a sentar mirando hacia mí, mientras apoyaba sobre el respaldo de la silla su abrigo de visón. 

No lo pude evitar, desconecté mis auriculares y fingí seguir concentrada en mi cuaderno de tapa dura y hojas rayadas: «Otro capucchino con leche de avena, por favor», le dije al camarero cuando se acercó a tomar nota a las señoras.

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Pronto descubrí que la señora que había hecho tal declaración, se llamaba Adela. Adela tenía el pelo gris, con la largura adecuada para taparle las orejas, pero precisa como para dejar que se asomasen unos pendientes de esmeraldas que, supuse, le habría regalado el tal Fernando en alguna ocasión especial, cuando corrían tiempos mejores para el amor.

—No le aguanto más,—continuó Adela—se ha convertido en un cascarrabias. Me da pena que después de tantos años juntos, vayamos a pasar los últimos años de nuestra vida así, sin hablarnos, pero yo ya no sé qué hacer.

Su amiga asentía y de vez en cuando murmuraba un par de monosílabos: “Ya, ya”, “sí, sí”. Su función era dejar que Adela se desahogase.

—No sabes lo duro que es vivir con una persona así—continuó Adela mientras devolvía con fuerza su taza al platito, salpicando su lado de la mesa de gotas de café—. En el Camino de Santiago estuvo insoportable. Además ¡camina lentísimo! Yo hacía cuatro kilómetros en una hora y él no llegaba a caminar tres. Y otra cosa te voy a decir: fue un auténtico impertinente con Mariví y Leandro. 

—¿Qué me dices? ¿Por qué?—le animó su amiga a continuar.

—Pues porque a ellos no les gusta el pulpo y Fernando, venga a ponerles pulpo en cada comida, ¡Le daba igual! Hasta que le dije: «son mis invitados y vas a comportarte”—Adela dio otro sorbo a su café y volvió a depositar la taza sobre el platito, esta vez con cuidado—. Yo pensaba que caminar nos iba a reconciliar, que él iba a cambiar ¡Hasta el Padre Luis intentó hablar con él! Pero no hay manera.

—Yo hace tiempo que no te veo bien, Adela y ¿por qué no te separas? Nunca es tarde— se atrevió por fin a decir su amiga.

—Eso me ha dicho el Notario.

En ese momento recibí una llamada fatalmente inoportuna, pero insilenciable. Cuando diez minutos después, colgué, Adela y su amiga se estaban poniendo sus abrigos de pieles (ahí había poderío) y se reían mientras se levantaban. No sé si Adela se fue con una decisión tomada o no, pero seguro que se sentía más aliviada tras haberle confesado a su amiga su problema con Fernando.

Me llamó la atención ver a dos señoras de esa edad mantener una conversación de esas características; muy parecida a las que yo he tenido ayer con 15, 20 y 35 años. Parece que el silencio es señal de madurez, clase y elegancia; símbolo del ‘saber estar’, pero pese a que se diga que los trapos sucios se lavan en casa y que airearlos no esté bien considerado, probablemente para Adela, su amiga era lo más parecido a ‘casa’ que tenía en ese momento.

Cerré mi cuaderno rayado de tapas duras con el artículo de la familia Hitler a medio terminar: «¿tarde poco productiva? Puede ser, pero me he dado cuenta de que tengo varias ‘casas’ y además, sé que también se me considera la ‘casa’ de algunas… ¡Soy una afortunada en esto de los inmuebles!». Me levanté y me fui.

#escribeporNavidad

Hoy quiero confesar que paso de los ordenadores, de los smartphones y de las redes sociales dices mientras clavas las yemas de tus dedos en el teclado del Mac.

La gente se empeña en decir que Internet y las nuevas tecnologías han mejorado nuestra calidad de vida. Cierto. Pero yo también creo que si algunas cosas que utilizamos diariamente, no existiesen, estaríamos todos más tranquilos. Continuar leyendo «#escribeporNavidad»